29 marzo 2006

TROPERO DEL IBERÁ
En la misteriosa laguna

Supe de él una tarde, a orillas de la misteriosa laguna, aquella cuyos brillantes espejos de agua y movedizos embalsados aparecen y desaparecen al vaivén del viento y a impulso de las corrientes, creando fantasmagóricos contornos e infinidad de leyendas.
Islas pobladas de exóticas aves y variedad de animales silvestres, codiciados por su cuero o su plumaje: oscuros yacarés de afiladísimos dientes, gruesas boas de hasta seis metros, garzas blancas, moras y rosadas; peces multicolores; nutrias, carpinchos y ciervos.
Y justificando su aislamiento y sus mitos legendarios: gauchos exiliados en los islotes, mariscadores de larga melena, cuatreros y fugitivos, más los fantásticos seres del folclore correntino. ¡La Iberá!
Allí supe, en aquel atardecer de 1980, aguardando el cruce hacia Colonia Pellegrini, su leyenda.
Luis Piedrabuena quedó huérfano cuando era un gurí, y para ayudar a su madre y a sus hermanos comenzó su aprendizaje de tropero. Salía con los viejos paisanos muy tempranito, cuando la luna y el Lucero aún brillaban sobre el cielo. Pasaba el día recorriendo el campo lindero a la laguna, guiando, arreando y evitando la estampida de los animales. Un rojo pañuelo y un prolongado sapucay anunciaban su presencia.
Llegaba cabalgando su recio alazán. Era un muchacho bien puesto, fornido. Sus vivaces ojos pardos parecían reflejar todos los misterios del monte y el secreto de los pajonales. Montaba en pata, a lo pynandí, aunque duras espuelas tintineaban en sus gruesos talones. Y cruzado en la cintura, su cuchillo.
Devoto de Antonio Gil, ese valiente gaucho correntino venerado por su pueblo, Luis no tenía miedo a nada: ni al ronco bramido del yaguareté que merodeaba por el monte, ni a la sombra sigilosa del Pora perdiéndose en la espesura, o al roce de la curiyú deslizándose sobre los embalsados de la laguna. Eso sí, respetaba la presencia del Pomberito que solía aparecer como lucecita en medio del arreo. Este ser que habita en la profundidad del monte, y a quien solía ofrecerle amistosamente tabaco, miel y guaripola.
Según la gente del lugar, Luis conducía las tropas de la Virgen de Itatí, aquellas que huyendo de los malones se extraviaran en la laguna y cuyos descendientes parecían ser estos animales.
Era un muchacho bueno y trabajador. Por eso lo apreciaban todos. Y lo siguen recordando, más aún, cuando en medio del monte, jinete y cabalgadura fueron alcanzados por un rayo.
Lo recuerdan como “El Tropero de la Virgen”, o “El Tropero Pynandí”. Pero son más los que le dicen “El Tropero Coembotá”, tropero del amanecer, sobre todo, cuando entre los relámpagos y las tormentas o la bruma de la madrugada, pasa la imagen resplandeciente del troperito, cabalgando sobre las agua del Iberá.
MARÍA EMA, DE LA ESCONDIDA

Por los caminos del Chaco
Ceñidos por la oscuridad, ambos venían temerosos por la antigua trocha que conducía a La Escondida. Apretada fuertemente a la suya, la madre sentía el miedo en la mano de su hijo y apuraba el paso mirando hacia la sombra de los árboles. Esperaba que aquello surgiera, apareciera, y fue el niño quien lo vio primero.
-¡Mamá, mirá! –exclamó el niño.
-Sí, mi hijo, ya lo veo –respondió la madre y se persignó. Dos metros delante, sobre el puentecito del rancho, un perrito blanco, lanudo, se adelantaba abriendo el paso y meneando la cola, como custodiando a los solitarios caminantes. Cuando llegaron a las luces de la fábrica, desapareció.
-¡Gracias, María! –dijo la madre y volvió a persignarse recordando el hecho…
Por el angosto sendero del tren llegaba la pálida sombra. Pálida y blanquecina entre la penumbra del amanecer. María Ema venía desde el kilómetro 48 hacia la fábrica, con su larga pollera y rubios cabellos mojados por el rocío.
Ni la hora temprana, ni el oscuro y solitario camino parecían atemorizar a la joven. Los lugareños la conocían y respetaban. Ella traía el desayuno para su padre, obrero de la fábrica de tanino. Venía tranquila como siempre, hasta que el chistido del suindá rozando su cabeza la asustó. Árboles y malezas que rodeaban la vía comenzaron a adquirir apariencias fantasmales. Quebrachos, algarrobos y tacuaras parecían combarse sobre el camino y apretujarse a su lado.
El vapor gris de la madrugada cubría la senda. Se sentía el espesor del silencio: ni un sonido, ni un pájaro, ni siquiera el zorzal mañanero. Tan sólo sus levísimos pasos sobre la trocha del tren. Los abrojos arañaban su piel y las colas de zorro tironeaban su ropa. La joven se apresuraba cada vez más. La fábrica ya estaba cerca, dejaría el avío y seguiría a casa de sus parientes. El riacho, sí, allí estaba el puentecito. El eco de sus pasos sobre la madera y sobre el vacío parecía retumbar en su pecho. Fue entonces que los sintió detrás de sí. Y corrió. La fábrica, sus luces, las casas, su padre…
-¡Papá, papá! – clamó desesperada, pero sus gritos se ahogaron entre los brazos potentes que la aprisionaron y arrastraron hacia el monte.
-¿María, qué haces tan temprano? –dijo don Olimpo viendo aparecer la figura de su sobrina entre las sombras de la madrugada. Perfectamente distinguía bajo el algarrobo su blusa blanca de colorido cuello y su larga pollera.
-¡María! –repitió don Olimpo López y se quedó mudo, porque pasando a su lado y atravesando la cerca de madera, la sombra de María se introdujo en la pared de la casa. Cuando hallaron su cuerpo constataron que había muerto a la misma hora en que la viera su tío. En las púas del alambrado quedaron manojos de sus trenzas rubias.
Hoy, a la vera del camino de la vieja vía, la recuerdan un nicho, una cruz, unas flores y unas velas. Y tal vez, como se cuenta, ese perrito blanco y lanudo que desde el puente precede los pasos que quien se atreve, solitario o en la penumbra, a hacer la senda de la antigua trocha. Cuando pasa el peligro y llegan las luces, él, entre las sombras de La Escondida, desaparece.

LOS CACHARROS DE MIEL
Desde el crisol de razas
Verdaderamente aquel era el país de la miel. Ya su historiador, Dobrizhoffer, decía que en el Chaco el mejor fruto de sus árboles era el jugo de los panales. No había tronco que no contuviera alguno. Hasta en las ramas y debajo de la tierra crecían los enjambres. Mas, la asociación con la cita de La Ilíada: “Jarras de miel se servían de ofrenda a los muertos, mientras en otras partes se usaron aquéllas para conservar los despojos de estos”, se dio recién cuando volví a ver al hombre con los cacharros de miel…
La cita comenzó a llegar a la memoria aquella tarde en Villa Ángela, recorriendo la feria artesanal, donde se mezclaba una multitud de rostros blancos y cobrizos, cabezas rubias y morenas; artísticas piezas talladas en madera, en plata y asta, reproduciendo figuras de animales, máscaras o imágenes sagradas y profanas, productos de una verdadera transculturación e hibridez religiosa: expresivos Cristos crucificados, bellos íconos de inspiración rusa, vírgenes de Itatí, hasta un San La Muerte en posición encogida esgrimiendo su guadaña… O bien, observando los objetos y motivos de una variada cestería, los primorosos tejidos de estilo rumano o la tentadora muestra de comida alemana. Y seguía mirando, hasta que, de pronto, me encontré frente a ellas y me detuve atónito. Eran cinco hileras de botellas de miel de abeja: oscuras, líquidas o espesas. Como siempre, ejercían sobre mí un raro magnetismo. Las necesitaba, sí, para aligerar mi continuo catarro. Pero éstas…
-Deme una –dijo alguien y el hombre le entregó una botella.
-Quiero dos –musitó una voz profunda. Y el mocobí volvió a estirar su broncinea mano hacia las botellas de líquida miel.
-No. Deme la negra y espesa –recalcó la voz, en modo casi imperativo. El tono hizo que volviera la cabeza y buscara a su emisor. Una mujer enjuta, morena, misteriosa.
-La correntina –dijo alguien.
-La payesera –musitó otro.
Al reconocerla, el vendedor no dudó en entregarla las dos botellas de miel espesa y oscura. Y ella se fue. También yo llevé las mías, densas y oscuras. Y esa misma noche comencé a probarla con tanta ansiedad y avidez, tan rica era, que quizá por ello tuve hasta pesadillas: tumbas, cementerios, féretros abiertos, máscaras llameantes, huesos que se movían y un San La Muerte que bajaba su guadaña…
La tarde siguiente fui a conocer una población abandonada. Mientras contemplaba el trazado original de Pueblo Díaz, me detuve a observar el campo santo, rodeado de negros y secos samuhúes cual imágenes de recogidos monjes penitentes. Y en ese lugar volví a ver al vendedor de las mieles. Era un mocobí hurgando en el tronco de los samuhúes y depositando en un cacharro el fruto de los panales.
Los rayos del atardecer irisaban la transparencia de esa miel. Al concluir con las colmenas que anidaban en los árboles, miró al suelo, se inclinó y siguió la cosecha. Y era ésta la miel más densa y oscura. ¡Mi sabrosa miel! Cuando las sombras ya entenebrecían los contornos, se irguió, levantó los brazos, se inclinó en un saludo ritual, asió sus cacharros, y se fue.
Me acerqué entonces al lugar donde el hombre cosechaba la sabrosa miel y quedé estremecido, espantado, escuchando el interminable zumbar de las abejas en los panales que asomaban entre los huesos de las abiertas tumbas.
LA TARDE DE LOS VIERNES

Junto a la sombra del pindó

Nadie sabe por qué José Daniel aguarda con ansiedad la tarde de los viernes. No es por salir del internado, él se queda. Mientras todos sus compañeros de la agrotécnica se dirigen contentos hacia la ciudad, él se aleja presuroso y misteriosamente hacia la laguna. Regresa al anochecer, callado, silencioso, como ensimismado. No habla con nadie, él, tan charlatán. Tan sólo sonríe. Y luego de cenar, tirado sobre el pasto y mirando a la Cruz del Sur, comparte sus secretos con las estrellas.
Había ocurrido una tarde junto a la laguna. Con el torno desnudo y sudoroso, José Daniel derribaba un espinillo con el vigor de sus dieciséis años. Cada machetazo hinchaba sus jóvenes músculos. El arbolito cedió y cayó sobre el cardizal. El muchacho se pasó la mano por la frente y respiró. Aún le faltaba el pindó. Sin embargo, él no quería tumbarlo. Había algo que parecía impedirlo. ¿Cuántos años tendría ese viejo pero soberbio ejemplar? ¿Cuántas cosas habría visto esa extraña palmera nacida junto al agua? ¿Qué duende custodiaría a este árbol sagrado de los guaraníes? José Daniel se quitó la ropa y se acercó a la laguna. Fue entonces cuando la vio. Sentada junto al pindó, sus pies se perdían entre el verdor del agua.
Jugaba, hundía sus manos y arrojaba cadenciosamente el líquido. Era una adolescente muy hermosa. De una extraña y serena belleza. Sobre la tersura de su piel caía un tornasolado cabello castaño, mientras el mojado vestido que ceñía su cuerpo resaltaba la perfección de sus formas.
La joven levantó la cabeza y hundió su mirada en los ojos asombrados del muchacho. Ante el idílico cuadro, José Daniel apenas percibió el ardor de sus sentidos. Titubeó un instante al verse desnudo en la brevedad de su ropa, pero la serena expresión de la joven lo tranquilizó. Se acercó lentamente y se sentó a su lado. Ella lo recibió con naturalidad y comenzaron el juego: ambos hundían sus manos en el agua y se la arrojaban sonriendo. Una y otra vez. Y así pasaba el tiempo.
Nunca se dirigieron la palabra, mejor dicho, nunca José Daniel consiguió de ella una respuesta. Tan sólo una vez la joven escribió su nombre sobre la arcilla y arriba trazó un signo, un signo que pudo ser una flor, un pájaro, una estrella, pero no, sobre su nombre, Nidia, dibujó una cruz. Desde entonces, Nidia y José Daniel se encontraban todos los viernes junto al pindó de la laguna y compartían el ritual del agua, hasta el anochecer. Cuando asomaban las primeras estrellas, la tenue figura de la joven, que a veces parecía evanescerse entre el balanceo de los juncos o el vaivén de las aguas, tan frágil era, tan translúcida, desaparecía como una sombra en el juncal de la orilla. Más de una vez el muchacho se lanzó tras ella, pero no pudo alcanzarla. Seguramente viviría cerca, en alguno de los ranchos. Ya averiguaría. Mientras tanto, sus compañeros lo veían silencioso, ensimismado, soñador, en una palabra enamorado. Todos querían saber, pero él no soltaba prenda. Nadie descubriría su secreto.
Lo inesperado ocurrió durante el examen de redacción. Había que describir un árbol.
- Describirán un árbol de la zona cuya fotografía está en el sobre que les entregaré – dijo el profesor.
José Daniel tomó su sobre y lo abrió. Sonrió. Se sacaría un diez. Al árbol lo conocía de memoria. Era el pindó, con la inmensidad de su copa, el oro de su florescencia, el movimiento acariciante de sus palmas, la elegancia de su estípite, la laguna… José Daniel se sorprendió. Volvió a mirar. Eso no lo había visto nunca. Y levantando la voz preguntó:
- ¿Qué es esto junto al pindó?
- ¡Ah! – dijo el profesor-. Es una cruz. Hace muchos años, un viernes por la tarde, allí se ahogó la hija del mayordomo: Nidia.
José Daniel salió aplazado en la prueba. En realidad, su profesor nunca averiguó por qué el muchacho había entregado su hoja cruzada con la palabra “¡NO!”. Si lo hubiera hecho, quizá sabría por qué José Daniel aguarda con ansiedad la tarde de los viernes.

LA MARCHA

Cuento para artistas inocentes
Hace mucho, muchísimo tiempo que sucedió esta historia en un monte de espinillos y ñangapiríes, cuando los animales comenzaron a pasar hambre y no podían hacer nada porque ya no tenían qué comer, ni cómo jugar, ni cómo danzar, ni podían cantar. Y andaban muy tristes.
Entonces, los dueños del monte armaron una reunión para solucionar el problema. Juntaron a todos los animalitos del monte: a las mariposas que pintan las flores, a los boyeros tejedores de nidos, al ciervo danzarín del abra, a las tacas que iluminan la noche, a los zorzales de armonioso canto y a los colibríes de inocente vuelo. A todos los reunieron y los llevaron caminando y cantando hasta la laguna de agua fresca y mucha comida. Todos fueron alegres y contentos, mansamente. Pero la laguna estaba seca y los alimentos podridos. Entonces los organizadores subieron a un tronco a explicar el asunto. Subió primero el yaguareté, que tenía el poder, luego el aguará, que tenía la astucia, y después ñacurutú, que era la sabihonda. Y les felicitaron mucho a los animalitos porque eran entusiastas, sacrificados y trabajadores. Y sobre todo porque eran mansos, útiles y buenos. Y les pidieron que siguieran así, que ya alguna vez tendrían nuevamente agua y los alimentos. Y que siguieran cantando, danzando y alegrando la vida del monte.
-¡Cuenten con nosotros! –les dijeron-. ¡Nosotros los conduciremos!
Los animalitos, todos ellos mansos, todos ellos buenos, todos calladitos se fueron hasta sus casitas. Pero no llegaron todos, porque en una gran cueva, a la luz de miles de luciérnagas atadas, los organizadores estaban devorando trozos de boyeros, pedazos de ciervos, alas de picaflor y corazones de blancas palomas.
Hoy, nuevamente comenzó la marcha. Y nos vamos todos, mansos, útiles y buenos. Y yo voy con ellos.
ITÁ CARÚ – LA PIEDRA QUE COME
A Nuestra Señora de las Piedras
Tomó la piedra y la miró por última vez. ¡Por fin iba a desprenderse de ella sin peligro para su vida! Envuelta en su metálica corteza, la piedra parecía acurrucarse en la palma de su mano como indefensa en su niquelada brillantez. Pero la decisión de Ramón era irrevocable: iba a arrojarla de su lado y ella no volvería jamás, aunque quisiera, porque iba a cumplir al pie de la letra la ceremonia para librarse de su poder. Llegó hasta la orilla, caminó sobre los peñascos y se acercó lo más que pudo a los remolinos. Espumosas espirales de agua brotaban de la violenta corriente que luego seguía Paraná abajo. Ramón se puso de espaldas al río, invocó a Nuestra Señora de las Piedras, hizo la señal de la cruz y arrojó sobre su hombro el amuleto.
Para Ramón, el instante de la piedra cayendo sobre el agua duró como un siglo. Recién cuando la escuchó estrellarse contra el río se movió y comenzó a volverse. ¿Volverse? ¡No! ¡No debía mirar hacia atrás! Y empezó a caminar hacia su casa. Iba pensando en la piedra, cómo la había conseguido, cómo la había bautizado…
- Si querés llevarla – le dijo la payersera de Areguá-. La Itá Carú tiene mucho poder, pero tenés que cumplirse, porque si no es muy peligrosa. Primero tenés que bautizarla, andá a la capilla, prendele tres velas, ponele sa, hundile en el agua bendita y decí la oración: “Imán, yo te bautizo en nombre de Dios Padre, de Dios Hijo. Yo te bautizo: Imán eres, imán serás y para mi fortaleza y suerte así te llamarás…”.
Él la había bautizado y desde entonces la suerte lo acompañaba. No había partida de truco que no ganara, ni riña de gallos donde no apostara y levantara al triunfador; juego de taba donde jamás clavaba culo sino suerte, o cuadrera donde su caballo no llegara primero. Se llenaba los bolsillos de plata, de pesos y monedas; de las metálicas monedas que ella iba lentamente devorando, ya que ése era el trato: debía alimentarla de un metal constantemente; si dejaba de hacerlo, comenzaría a devorarlo a él. Tres años hacía que Ramón la tenía metida en el bolsillo de su pantalón o en la bolsita de lana roja bajo su almohada. A veces parecía sentirla rozando su muslo o moviéndose bajo su cabeza; alguna vez la sacó para mirarla, tratando de descubrir la fuerza que la poseía o el poder que la habitaba, hasta aquel momento en que vio con terror cómo paría: comenzó a crecerle como un grano que al reventar largó un hijuelo, una piedrita que empezó a moverse.
Asustado, Ramón, se la regaló a su vecino, el Damián, a quien desde entonces se le terminó la miseria. Así sucedió varias veces, y fueron otros tantos regalos que hizo a sus amigos, con quienes, sin embargo nunca debía enfrentarse en el juego.
Cuando se cansó de su amuleto y pensaba desprenderse de él, sucedió lo del Damián. Éste le había dicho que ya no le gustaba la piedra y que la había tirado a la laguna. No lo hubiera hecho: primero una yarará picó mortalmente a su mujer que estaba lavando ropa en la orilla del río, y después fue el mayor quien se ahogó sin saber cómo, pues sabía nadar. Cuando sacaron al muchacho estaba todo comido, como por pirañas, dijeron, pero era raro, porque allí nunca las hubo. Damián comenzó a desmejorar y se fue enflaqueciendo, como secando. Cuando murió, su madre encontró la piedra bajo su almohada, húmeda y brillante, cual si no la hubieran tirado. Dicen que la pobre vieja la guarda y alimenta, de puro miedo, nomás.
Desde entonces, Ramón comenzó a mirar a la suya con temor y con rabia, sin saber cómo librarse de ella, y que luego no lo persiguiera.
Acudió nuevamente a la payesera y ésta le enseñó el rito secreto: debía rezar a Nuestra Señora de las Piedras, hacer la señal de la cruz y, de espaldas al río, arrojarla sin volverse a mirar… ¿Él no se había vuelto? Le sacudió un temblor. No, le habría parecido, nomás. Y siguió caminando, pero no seguro, sino vacilante.
No supo cuánto anduvo por ahí. Al llegar a la casa lo recibió un fuerte olor a pescado frito y el alegre saludo de su muchacho:
- ¡Papá, mirá lo que sacamos con el dorado!
En la palma de su hijo, húmeda y brillante, la piedra, como agazapada.
INICIACIÓN

Y en la caja de la guitarra llevan
un crótalo seco.
(Folclore tradicional)
Ellas son las yaras de la música
(dicen por el bajo Pujol)

- No, aquí no quiero cantar –decía el Negro mirando con recelo a su alrededor. La fosforescencia lunar envolvía a la barranca y apuñalaba al monte. Todo el río era un mágico espejo en cuya orilla seres y formas difusas reflejaban escenas fantásticas. Esquivos a los disolventes rayos de la luna llena, los peces yacían ocultos en la profundidad. Fracasados compañeros de pesca y hartos de chapotear en la playa, le insistíamos al Negro para que cantase.
Pero él se negaba. Al fin, medio entonado, accedió.
- Pero no se asusten –dijo el negro como alertándonos y comenzó a templar su guitarra, sin dejar de mirar hacia las sombras que venían de entre los árboles.
Y volvió a estremecerse como la primera vez…
- ¿Así que vos querés ser guitarrero? –dijo de entrada la mujer sin que él hubiera abierto la boca.
- Sí – respondió el muchachi, temeroso mas decidido. Realmente quería ser guitarrero, pero no tenía cómo pagarse para aprender y la única solución era ésa: ir al rancho del bajo, un rancho a donde llegó juntando mucho coraje y donde, sin embargo, en cada plenilunio habría de volver.
Una inquisidora mirada recorrió el porte atractivo y esbelto del aspirante a guitarrero y cantor.
- Está bien, venite el jueves por la noche con tu guitarra –concluyó la vieja, luego de haber leído en los ojos pardos toda su ansiedad de diecisiete años.
Así comenzó el Negro su iniciación de guitarrero con la curandera del barrio, allá por el bajo Pujol. Primero fueron los rezos a San La Muerte y a San Juan Bailón, rodeados de velas rojas: el uno le daría la energía de sus huesos y el otro la alegría de su espíritu. Siguió la purificación con el humo del tabaco y del floripón; la aspersión con ramas de ruda y agua bendita extraída del cardo rojo, el caraguatá; las vibrantes gárgaras con el fruto sonoro de las plantas de las víboras, el mbói rembiú, y el frotamiento con las hojas aromáticas del pachulí.
- Esto te librará de tus enemigos –decía la curandera, mientras le frotaba cuello y garganta con sus huesudas y arrugadas manos.
Continuó el novenario con el azote de ortigas sobre sus brazos; el cansancio de sus músculos pisando agua de tormenta recogida en el mortero y aquel miedo al silencio y a la oscuridad del monte cuando debió pulsar, justo a la medianoche, la cuarta cuerda de su guitarra atada al cedro, el alma palabra, el árbol sagrado de los guaraníes. Y así llegó el viernes de luna llena.
Sobre un montículo de piedra repitieron algunos ritos del novenario. Luego le dio a beber un preparado de caña y ruda, banana y mburucuyá.
Después, con una canasta, la mujer se perdió en el monte. Hubo una serie de silbidos y tintineos y enseguida volvió con la canasta tapada.
- Desnudate –le dijo.
Obedeció el muchacho. Y al tenue fulgor del plenilunio resplandeció la armonía del cuerpo adolescente con vetas de cobre, arcilla y miel. Brillaban sus ojos, pero él ya no veía casi nada. Brillaban sus ojos, pero él ya no veía nada. Estaba como en trance, alucinado.
No vio cuán súbitamente la mujer abandonaba su envejecida piel y surgía transformada en bellísima joven; ni cuando ésta volcaba el contenido de la canasta sobre el suelo; ni tampoco percibió la entonación de la cantinela guaraní, a cuyo conjuro las sueltas víboras cascabel comenzaron a acercársele muy lentamente.
Las sintió, sí, frías y viscosas, cuando empezaron a subirse por sus piernas, a enroscarse por sus muslos, por sus brazos, y deslizarse por su cuerpo. Alguna se alzó mirándolo sibilante a la altura de sus ojos sin que él pudiera emitir un solo grito, o mover un solo músculo, aunque sus desorbitadas pupilas revelaban su terror.
Cuando cesó el canto, ellas bajaron perdiéndose en la oscuridad del monte. Fue entonces que la rejuvenecida mujer comenzó a ungirlo definitivamente con sus manos.
Nunca supo el Negro cuánto tiempo más estuvo allí, pero sí que desde aquella noche hubo magia y encantamiento en su guitarra y en su voz…
- Bueno, cantá de una vez – le dijimos al Negro, sacándolo de su breve pero intensa ensoñación. Y nuestro amigo se puso a cantar.
Y era una voz y era un sonido que iban tomando formas y colores, tonalidades nunca escuchadas o emitidas, que parecían corporizarse en las imágenes que evocaba o en los sentimientos que transmitía: tonos bajos, altos o quedos semejaban murmullo de fronda, reclamo de pájaros, susurro de viento; por instantes, la voz adquirida placidez de agua, destello de rayo, desvelo de grillo. Con esa extraña ductilidad, música y canto nos envolvían, atrapaban, seducían. Y así duró casi una hora aquella magia, hasta que al fin voz y sonido fueron durmiéndose sobre las cuerdas de la guitarra y se apagaron. Tan sólo apareció continuar el eco, la vibración de las notas, su repiqueteo, pero, no era el eco, no, era un tintineo cercano, muy próximo, allí. Y fue entonces cuando, llenos de pavor, las vimos erguidas a nuestro lado.
-¡No se muevan! –gritó a media voz el Negro -. No les van a hacer nada. Sólo vinieron a escucharse y ya se va.
Efectivamente, concluido el canto, ellas se alejaron con el vibrante cascabeleo de sus crótalos.


EL REGALO

La amistad del universo

-¡Que ella te ilumine!- le había dicho su amigo, al colgarle del cuello la pequeña estrella de plata.
Esa tarde, pescando en la costa del río, Alberto pensaba que el regalo le había conmovido, porque él realmente amaba a las estrellas.
Muchas noches se entretenía mirando y conversando con sus amigas lejanas. Conocía el lugar de casi todas en el mapa estelar del cielo guaraní. Conocía la rareza de sus nombres: las Siete Cabrillas, las Tres Marías, la Cruz del Sur, los Gemelos, Sirio, Orión, Centauro y muchas otras. Conocía también la variedad de sus colores: unas eran rojas, otras azules o amarillas, muchas de un blancor brillante, o de un matiz verdoso, anaranjado, y carmesí. Las había estudiado en la mitología antigua y en las creencias de los mayas, aztecas y guaraníes. Contaba las estrellas fugaces que caían y les pedía algo, hasta les pidió que alguna vez vinieran a visitarlo.
Él conocía a todas las estrellas de su cielo correntino, o mejor dicho, a casi todas, porque hacía tres noches, precisamente cuando las invitó para su cumpleaños, una nueva estrella brillante había aparecido en el cielo. Una estrella pequeña, plateada, muy brillante, con un titilar que casi parecía una sonrisa.
Desde el instante en que la descubrió, Alberto se quedó deslumbrado. Era una estrella muy hermosa. No tenía la blancura fulgurante de Sirio, el rojo apasionado de Orión o el verde carmesí de Andrómeda. La estrella de su cielo tenía una subyugante coloración azul.
La lata de pescar sonó estrepitosamente y Alberto salió de sus recuerdos. Corrió hacia ella y se detuvo sorprendido. Toda la caña brillaba con una extraña fosforescencia que la envolvía por completo.
El muchacho quedó inmóvil, asombrado ante aquel fenómeno. Pero un nuevo sonar de la lata lo decidió a tomarla. No lo hubiera hecho: una sacudida eléctrica casi lo tumba. Parecía que toda la caña estuviera electrizada.
Quiso arrojarla, pero no pudo, aunque sentía el tironeo de la presa. Entonces comenzó a sacarla. Ahora la luminosidad parecía subir por sus manos, por sus brazos y envolverlo también a él. Sin embargo, ya no tenía miedo. Aquello que antes había sido un sacudimiento eléctrico ahora se había convertido en una cálida sensación de paz. Una placentera serenidad le embargaba cuando seguía recogiendo la liña. ¿Qué había pescado? ¿Un pez eléctrico? ¿Una raya gigante? Un zigzagueo luminoso llegó a la costa. De un tirón sacó la presa y la tiró sobre la arena. Corrió hacia ella y se quedó asombrado. Sobre la playa yacía el pescado, pero no era un pez.
Era un ser pequeño, brillante, extraordinariamente azul. ¡Una estrella! ¡Sí, una luminosa estrella que titilaba permanentemente!
¿Su estrella? Elevó sus ojos hacia el conocido rincón del espacio y ella no estaba. ¡Era la suya, pequeña, hermosa, azul!
Emocionado, se acercó y la tomó suavemente entre sus manos, la puso sobre el pecho y se alejó con ella.
A veces, cuando salimos con Alberto o lo miro sentado en un rincón del aula, veo a mi amigo envuelto por una rara luminosidad azul. ¿Será la estrella que le había regalado?
EL AMBAÍ Y SUS AMIGOS

En el ecosistema guaraní

Esta historia sucedió en los orígenes de los tiempos, cuando Ñamandú, el ser superior de los guaraníes, pobló de árboles la tierra que habitaría su pueblo, junto al curso de los ríos de Paraguay, Brasil y el nordeste argentino.
Así fue como los claros de los bosques cercanos al agua se cubrieron de valiosos árboles: de la mítica palmera pindó; del árbol de la palabra-alma: el cedro; de la rosácea imponencia del lapacho; del áureo resplandor del iryrá pytá; del reluciente vaivén de la tacuara ritual y, entre muchos otros, de un árbol muy buscado por la empalagosa dulzura de sus frutos: el ambaí.
Esta planta arbórea tiene su tronco recto y cilíndrico a dieciocho metros. Su corteza externa gris, casi lisa, tiene como unos anillos en los nudos. Todo su interior es hueco, dividido en innumerables celdillas. La copa del ambaí es muy abierta, con pocas ramas, gruesas y largas. Un largo pecíolo de felpuda corteza sostiene a la hoja palmilobulada, cuya áspera cara superior es verde oscura y la inferior suave y blanquecina. Las hojas, brotes y corteza del ambaí son medicinales para las vías respiratorias.
Los frutos del ambaí se abren a la luz de la luna y cuelgan en espigas, como dedos. Ellos son tan dulces y empalagosos que hacen la delicia de los niños guaraníes: los mitaí, de los monos aulladores o carayá, de los monitos tití, de los azules loritos tuí, de los pájaros, murciélagos, coatíes y demás animalitos del bosque que se alimentan entre sus ramas o al pie del árbol. Todos ellos ingieren el fruto y luego despiden las semillas, diseminando por todas partes la especie del ambaí.
Por todo esto el ambaí es uno de los árboles más queridos de la región guaraní. Sin embargo, hubo un tiempo en que la planta se puso tan triste que Ñamandú le preguntó:
- Ambaí, ¿qué te pasa que andás tan triste?
Y el ambaí le contestó:
- Ñamandú, hay unas hormigas arara-a que no sólo comen mi fruto, sino también cortan mis hojas y dificultan mi alimentación y respiración.
- Eso no es justo – dijo Ñamandú -. Voy a traerte otras hormigas para que te defiendan y te protejan. Pero tendrás que darles alimentación y alojamiento.
- ¡Sí, sí, voy a darles casa y alimentos! ¡Que vengan! ¡Gracias, Ñamandú!
Desde entonces, miles de hormigas coloradas, las aztecas, viven alojadas en el interior del tronco y de las ramas del ambaí, en pequeños compartimentos. Cada rama es como un barrio y todo el árbol parece una ciudad.
Así fueron organizando estas pequeñas hormigas, durante miles de años, su hábitat en el interior del ambaí. Hábitat que las belicosas hormigas defienden con bravura, convirtiéndose en guardianas del árbol. Ninguna hormiga cortadora sube al ambaí, porque es atacada de inmediato. Hasta algunos insectos depredadores son ahuyentados por el ácido olor que despiden las aztecas.
Por otra parte, las hormigas hallan el alimento promedio en unas excrecencias o especies de bolsitas comestibles que el ambaí prepara en la base del pecíolo de sus hojas.
Y aunque por vivir siempre en la oscuridad del tronco las hormigas fueron perdiendo la vista y sólo se guían por sus antenas, cuando deben emigrar por causa de crecientes o porque deben cambiar de residencia, siempre lo hacen a otro joven ambaí.
Este es un claro ejemplo de simbiosis, es decir, de interrelación, de convivencia entre dos seres de la naturaleza, un vegetal y un animal, entre el ambaí y la hormiga azteca. Un verdadero gesto de amistad y solidaridad en el ecosistema del mundo guaraní.
Y esta es la historia de solidaridad que sucedió hace mucho, muchísimo tiempo y aún sigue sucediendo, al menos entre las plantas y los animales.

CUANDO SILBA EL POMBERO
Del “yara” de los pájaros
Comentábamos en clase cómo los indios de América cuidaban el equilibrio de la naturaleza, cazando o recolectando solamente aquello que necesitaban para alimentarse, y cómo en el mundo de los guaraníes, quechuas y mapuches, existían y aún existen los “yaras”, los dueños del monte, de la fauna, de la tierra y del agua, cuando un alumno recordó al “Cuarahí Yara” o dueño del Sol, el Pombero.
- Un duende que tanto adquiere la forma humana cuanto de animales, pájaros o vegetales – añadí-. Puede ser alto o enano, flaco o robusto, pero muy velludo. Él silba, pía, remeda el canto de los pájaros, se mimetiza o torna invisible. Anda con un enorme sombrero de paja con que persigue a los niños cazadores de pájaros que vagan de siesta y también a las jóvenes que pretende. A veces, con un poco de tabaco negro, caña de azúcar o miel silvestre se lo puede convertir en amigo. Hay que hacer un pacto y será un amigo fiel…
- ¿Usted cree en el Pombero? – me interrumpió un alumno mirándome fijamente.
- Hasta ahora nunca lo he visto – respondí -. Quizá alguna vez haya escuchado su silbido en medio del monte, pero hasta ahora nunca lo he visto. Tal vez el único que pueda decirlo sea mi tío Dami, porque a él una vez lo llevó el Pombero.
- ¿Cómo? ¿Cuándo?... ¡Cuente, cuente!... – Y tuve que comenzar el relato.
Fue en Corrientes a comienzo de siglo. Mi abuelo tenía seis hijos varones. Cuando amenazaba el séptimo como Lobizón, apareció mi madre. Era ella quien me contaba siempre lo sucedido.
Una siesta, mi abuelo y sus hijos salieron de pesca hacia la costa del Paraná. EN fila atravesaron los montes y zanjones de Poncho Verde, a la sombra de erguidas palmeras, tupidos tacuarales y florecidos lapachos. Pasaban esquivando las espinas del caraguatá, el cardo rojo del monte. Iban charlando animadamente en guaraní, cuando un estridente silbido los hizo callar. Y se estremecieron, porque el silbido volvió a repetirse: agudo, prolongado, misterioso, como llegando de todas partes.
- ¡Chaque el Pombero! – dijo el abuelo sin detenerse.
Los muchachos alargaron el paso, mirando de reojo hacia la espesura. De nuevo surgió el silbido, insistente, hasta que Dami le contestó.
- ¡Ndé quiriríque! –exclamó el abuelo, que encabezaba la marcha.
Pero Dami, el más travieso de los muchachos, el matador de pájaros, volvió a contestar el silbido.
- Sí, silbale nomás vos, ya vas a ver lo que te va a pasar –sentenció el abuelo.
El silbido no volvió a escucharse. Claro, pensaba Dami, el Pombero es el duende de la siesta que asusta a los chicos y a las guainas. Algunos dicen que también captura a los muchachos. Damián se encogió de hombros y no hizo caso.
Arribaron a la orilla, tiraron las liñadas y al atardecer regresaron con las ristras de pescados ensartados en palos: armados, bogas, bagres y doradillos. Llegaron a la casa, cenaron los pescados a la brasa y se tiraron a dormir. Con el calor que hacía, Dami tomó su catre y se acostó en el patio. Fue hacia la medianoche que el repentino y desesperado aullar de los perros los despertó a todos. Era en el patio. Salieron cuando los perros ya corrían hacia el monte. El catre de Dami estaba vacío y un fuerte olor inundaba el lugar.
- ¡El Pombero! –gritó el abuelo-. ¡Traigan las lámparas! –y la familia entera comenzó a corres tras el ladrido de los perros, hacia la oscuridad del monte. Machete en mano iba mi abuelo cuando lo encontró. Tirado entre los caraguatás, ensangrentado por las espinas, yacía Dami. Lo alzaron y lo llevaron. Mientras tanto, el ladrido de los perros se perdía entre la espesura del monte.
- Por tres meses el muchacho no habló del susto. Cuando lo hizo, contó que esa noche al despertarse con los ladridos, dos fuertes brazos velludos lo alzaron sobre el hombro y su raptor salió corriendo perseguido por los perros. Del susto, del bamboleo y sobre todo por el catingudo olor que lo envolvía, Dami se desmayó y ya no recordaba nada. Tan sólo que ese ser, fuerte, negro, peludo y oloriento quiso llevarlo aquella noche. Claro que nunca más quiso dormir en el patio, ni menos andar hondeando por el monte.
Mis alumnos escucharon el relato y no sé si quedaron o no convencidos. Tal vez luego de un tiempo, quizá mañana, pueda contarles algo más, porque esta tarde, cuando fui de pesca, escuché el silbido y esta vez sí le contesté. Por si acaso, le tengo preparado tabaco negro, caña de azúcar y miel.