CUANDO SILBA EL POMBERO
Del “yara” de los pájaros
Comentábamos en clase cómo los indios de América cuidaban el equilibrio de la naturaleza, cazando o recolectando solamente aquello que necesitaban para alimentarse, y cómo en el mundo de los guaraníes, quechuas y mapuches, existían y aún existen los “yaras”, los dueños del monte, de la fauna, de la tierra y del agua, cuando un alumno recordó al “Cuarahí Yara” o dueño del Sol, el Pombero.
- Un duende que tanto adquiere la forma humana cuanto de animales, pájaros o vegetales – añadí-. Puede ser alto o enano, flaco o robusto, pero muy velludo. Él silba, pía, remeda el canto de los pájaros, se mimetiza o torna invisible. Anda con un enorme sombrero de paja con que persigue a los niños cazadores de pájaros que vagan de siesta y también a las jóvenes que pretende. A veces, con un poco de tabaco negro, caña de azúcar o miel silvestre se lo puede convertir en amigo. Hay que hacer un pacto y será un amigo fiel…
- ¿Usted cree en el Pombero? – me interrumpió un alumno mirándome fijamente.
- Hasta ahora nunca lo he visto – respondí -. Quizá alguna vez haya escuchado su silbido en medio del monte, pero hasta ahora nunca lo he visto. Tal vez el único que pueda decirlo sea mi tío Dami, porque a él una vez lo llevó el Pombero.
- ¿Cómo? ¿Cuándo?... ¡Cuente, cuente!... – Y tuve que comenzar el relato.
Fue en Corrientes a comienzo de siglo. Mi abuelo tenía seis hijos varones. Cuando amenazaba el séptimo como Lobizón, apareció mi madre. Era ella quien me contaba siempre lo sucedido.
Una siesta, mi abuelo y sus hijos salieron de pesca hacia la costa del Paraná. EN fila atravesaron los montes y zanjones de Poncho Verde, a la sombra de erguidas palmeras, tupidos tacuarales y florecidos lapachos. Pasaban esquivando las espinas del caraguatá, el cardo rojo del monte. Iban charlando animadamente en guaraní, cuando un estridente silbido los hizo callar. Y se estremecieron, porque el silbido volvió a repetirse: agudo, prolongado, misterioso, como llegando de todas partes.
- ¡Chaque el Pombero! – dijo el abuelo sin detenerse.
Los muchachos alargaron el paso, mirando de reojo hacia la espesura. De nuevo surgió el silbido, insistente, hasta que Dami le contestó.
- ¡Ndé quiriríque! –exclamó el abuelo, que encabezaba la marcha.
Pero Dami, el más travieso de los muchachos, el matador de pájaros, volvió a contestar el silbido.
- Sí, silbale nomás vos, ya vas a ver lo que te va a pasar –sentenció el abuelo.
El silbido no volvió a escucharse. Claro, pensaba Dami, el Pombero es el duende de la siesta que asusta a los chicos y a las guainas. Algunos dicen que también captura a los muchachos. Damián se encogió de hombros y no hizo caso.
Arribaron a la orilla, tiraron las liñadas y al atardecer regresaron con las ristras de pescados ensartados en palos: armados, bogas, bagres y doradillos. Llegaron a la casa, cenaron los pescados a la brasa y se tiraron a dormir. Con el calor que hacía, Dami tomó su catre y se acostó en el patio. Fue hacia la medianoche que el repentino y desesperado aullar de los perros los despertó a todos. Era en el patio. Salieron cuando los perros ya corrían hacia el monte. El catre de Dami estaba vacío y un fuerte olor inundaba el lugar.
- ¡El Pombero! –gritó el abuelo-. ¡Traigan las lámparas! –y la familia entera comenzó a corres tras el ladrido de los perros, hacia la oscuridad del monte. Machete en mano iba mi abuelo cuando lo encontró. Tirado entre los caraguatás, ensangrentado por las espinas, yacía Dami. Lo alzaron y lo llevaron. Mientras tanto, el ladrido de los perros se perdía entre la espesura del monte.
- Por tres meses el muchacho no habló del susto. Cuando lo hizo, contó que esa noche al despertarse con los ladridos, dos fuertes brazos velludos lo alzaron sobre el hombro y su raptor salió corriendo perseguido por los perros. Del susto, del bamboleo y sobre todo por el catingudo olor que lo envolvía, Dami se desmayó y ya no recordaba nada. Tan sólo que ese ser, fuerte, negro, peludo y oloriento quiso llevarlo aquella noche. Claro que nunca más quiso dormir en el patio, ni menos andar hondeando por el monte.
Mis alumnos escucharon el relato y no sé si quedaron o no convencidos. Tal vez luego de un tiempo, quizá mañana, pueda contarles algo más, porque esta tarde, cuando fui de pesca, escuché el silbido y esta vez sí le contesté. Por si acaso, le tengo preparado tabaco negro, caña de azúcar y miel.
- Hasta ahora nunca lo he visto – respondí -. Quizá alguna vez haya escuchado su silbido en medio del monte, pero hasta ahora nunca lo he visto. Tal vez el único que pueda decirlo sea mi tío Dami, porque a él una vez lo llevó el Pombero.
- ¿Cómo? ¿Cuándo?... ¡Cuente, cuente!... – Y tuve que comenzar el relato.
Fue en Corrientes a comienzo de siglo. Mi abuelo tenía seis hijos varones. Cuando amenazaba el séptimo como Lobizón, apareció mi madre. Era ella quien me contaba siempre lo sucedido.
Una siesta, mi abuelo y sus hijos salieron de pesca hacia la costa del Paraná. EN fila atravesaron los montes y zanjones de Poncho Verde, a la sombra de erguidas palmeras, tupidos tacuarales y florecidos lapachos. Pasaban esquivando las espinas del caraguatá, el cardo rojo del monte. Iban charlando animadamente en guaraní, cuando un estridente silbido los hizo callar. Y se estremecieron, porque el silbido volvió a repetirse: agudo, prolongado, misterioso, como llegando de todas partes.
- ¡Chaque el Pombero! – dijo el abuelo sin detenerse.
Los muchachos alargaron el paso, mirando de reojo hacia la espesura. De nuevo surgió el silbido, insistente, hasta que Dami le contestó.
- ¡Ndé quiriríque! –exclamó el abuelo, que encabezaba la marcha.
Pero Dami, el más travieso de los muchachos, el matador de pájaros, volvió a contestar el silbido.
- Sí, silbale nomás vos, ya vas a ver lo que te va a pasar –sentenció el abuelo.
El silbido no volvió a escucharse. Claro, pensaba Dami, el Pombero es el duende de la siesta que asusta a los chicos y a las guainas. Algunos dicen que también captura a los muchachos. Damián se encogió de hombros y no hizo caso.
Arribaron a la orilla, tiraron las liñadas y al atardecer regresaron con las ristras de pescados ensartados en palos: armados, bogas, bagres y doradillos. Llegaron a la casa, cenaron los pescados a la brasa y se tiraron a dormir. Con el calor que hacía, Dami tomó su catre y se acostó en el patio. Fue hacia la medianoche que el repentino y desesperado aullar de los perros los despertó a todos. Era en el patio. Salieron cuando los perros ya corrían hacia el monte. El catre de Dami estaba vacío y un fuerte olor inundaba el lugar.
- ¡El Pombero! –gritó el abuelo-. ¡Traigan las lámparas! –y la familia entera comenzó a corres tras el ladrido de los perros, hacia la oscuridad del monte. Machete en mano iba mi abuelo cuando lo encontró. Tirado entre los caraguatás, ensangrentado por las espinas, yacía Dami. Lo alzaron y lo llevaron. Mientras tanto, el ladrido de los perros se perdía entre la espesura del monte.
- Por tres meses el muchacho no habló del susto. Cuando lo hizo, contó que esa noche al despertarse con los ladridos, dos fuertes brazos velludos lo alzaron sobre el hombro y su raptor salió corriendo perseguido por los perros. Del susto, del bamboleo y sobre todo por el catingudo olor que lo envolvía, Dami se desmayó y ya no recordaba nada. Tan sólo que ese ser, fuerte, negro, peludo y oloriento quiso llevarlo aquella noche. Claro que nunca más quiso dormir en el patio, ni menos andar hondeando por el monte.
Mis alumnos escucharon el relato y no sé si quedaron o no convencidos. Tal vez luego de un tiempo, quizá mañana, pueda contarles algo más, porque esta tarde, cuando fui de pesca, escuché el silbido y esta vez sí le contesté. Por si acaso, le tengo preparado tabaco negro, caña de azúcar y miel.
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