MARÍA EMA, DE LA ESCONDIDA
Por los caminos del Chaco
Ceñidos por la oscuridad, ambos venían temerosos por la antigua trocha que conducía a La Escondida. Apretada fuertemente a la suya, la madre sentía el miedo en la mano de su hijo y apuraba el paso mirando hacia la sombra de los árboles. Esperaba que aquello surgiera, apareciera, y fue el niño quien lo vio primero.
-¡Mamá, mirá! –exclamó el niño.
-Sí, mi hijo, ya lo veo –respondió la madre y se persignó. Dos metros delante, sobre el puentecito del rancho, un perrito blanco, lanudo, se adelantaba abriendo el paso y meneando la cola, como custodiando a los solitarios caminantes. Cuando llegaron a las luces de la fábrica, desapareció.
-¡Gracias, María! –dijo la madre y volvió a persignarse recordando el hecho…
Por el angosto sendero del tren llegaba la pálida sombra. Pálida y blanquecina entre la penumbra del amanecer. María Ema venía desde el kilómetro 48 hacia la fábrica, con su larga pollera y rubios cabellos mojados por el rocío.
Ni la hora temprana, ni el oscuro y solitario camino parecían atemorizar a la joven. Los lugareños la conocían y respetaban. Ella traía el desayuno para su padre, obrero de la fábrica de tanino. Venía tranquila como siempre, hasta que el chistido del suindá rozando su cabeza la asustó. Árboles y malezas que rodeaban la vía comenzaron a adquirir apariencias fantasmales. Quebrachos, algarrobos y tacuaras parecían combarse sobre el camino y apretujarse a su lado.
El vapor gris de la madrugada cubría la senda. Se sentía el espesor del silencio: ni un sonido, ni un pájaro, ni siquiera el zorzal mañanero. Tan sólo sus levísimos pasos sobre la trocha del tren. Los abrojos arañaban su piel y las colas de zorro tironeaban su ropa. La joven se apresuraba cada vez más. La fábrica ya estaba cerca, dejaría el avío y seguiría a casa de sus parientes. El riacho, sí, allí estaba el puentecito. El eco de sus pasos sobre la madera y sobre el vacío parecía retumbar en su pecho. Fue entonces que los sintió detrás de sí. Y corrió. La fábrica, sus luces, las casas, su padre…
-¡Papá, papá! – clamó desesperada, pero sus gritos se ahogaron entre los brazos potentes que la aprisionaron y arrastraron hacia el monte.
-¿María, qué haces tan temprano? –dijo don Olimpo viendo aparecer la figura de su sobrina entre las sombras de la madrugada. Perfectamente distinguía bajo el algarrobo su blusa blanca de colorido cuello y su larga pollera.
-¡María! –repitió don Olimpo López y se quedó mudo, porque pasando a su lado y atravesando la cerca de madera, la sombra de María se introdujo en la pared de la casa. Cuando hallaron su cuerpo constataron que había muerto a la misma hora en que la viera su tío. En las púas del alambrado quedaron manojos de sus trenzas rubias.
Hoy, a la vera del camino de la vieja vía, la recuerdan un nicho, una cruz, unas flores y unas velas. Y tal vez, como se cuenta, ese perrito blanco y lanudo que desde el puente precede los pasos que quien se atreve, solitario o en la penumbra, a hacer la senda de la antigua trocha. Cuando pasa el peligro y llegan las luces, él, entre las sombras de La Escondida, desaparece.
-¡Mamá, mirá! –exclamó el niño.
-Sí, mi hijo, ya lo veo –respondió la madre y se persignó. Dos metros delante, sobre el puentecito del rancho, un perrito blanco, lanudo, se adelantaba abriendo el paso y meneando la cola, como custodiando a los solitarios caminantes. Cuando llegaron a las luces de la fábrica, desapareció.
-¡Gracias, María! –dijo la madre y volvió a persignarse recordando el hecho…
Por el angosto sendero del tren llegaba la pálida sombra. Pálida y blanquecina entre la penumbra del amanecer. María Ema venía desde el kilómetro 48 hacia la fábrica, con su larga pollera y rubios cabellos mojados por el rocío.
Ni la hora temprana, ni el oscuro y solitario camino parecían atemorizar a la joven. Los lugareños la conocían y respetaban. Ella traía el desayuno para su padre, obrero de la fábrica de tanino. Venía tranquila como siempre, hasta que el chistido del suindá rozando su cabeza la asustó. Árboles y malezas que rodeaban la vía comenzaron a adquirir apariencias fantasmales. Quebrachos, algarrobos y tacuaras parecían combarse sobre el camino y apretujarse a su lado.
El vapor gris de la madrugada cubría la senda. Se sentía el espesor del silencio: ni un sonido, ni un pájaro, ni siquiera el zorzal mañanero. Tan sólo sus levísimos pasos sobre la trocha del tren. Los abrojos arañaban su piel y las colas de zorro tironeaban su ropa. La joven se apresuraba cada vez más. La fábrica ya estaba cerca, dejaría el avío y seguiría a casa de sus parientes. El riacho, sí, allí estaba el puentecito. El eco de sus pasos sobre la madera y sobre el vacío parecía retumbar en su pecho. Fue entonces que los sintió detrás de sí. Y corrió. La fábrica, sus luces, las casas, su padre…
-¡Papá, papá! – clamó desesperada, pero sus gritos se ahogaron entre los brazos potentes que la aprisionaron y arrastraron hacia el monte.
-¿María, qué haces tan temprano? –dijo don Olimpo viendo aparecer la figura de su sobrina entre las sombras de la madrugada. Perfectamente distinguía bajo el algarrobo su blusa blanca de colorido cuello y su larga pollera.
-¡María! –repitió don Olimpo López y se quedó mudo, porque pasando a su lado y atravesando la cerca de madera, la sombra de María se introdujo en la pared de la casa. Cuando hallaron su cuerpo constataron que había muerto a la misma hora en que la viera su tío. En las púas del alambrado quedaron manojos de sus trenzas rubias.
Hoy, a la vera del camino de la vieja vía, la recuerdan un nicho, una cruz, unas flores y unas velas. Y tal vez, como se cuenta, ese perrito blanco y lanudo que desde el puente precede los pasos que quien se atreve, solitario o en la penumbra, a hacer la senda de la antigua trocha. Cuando pasa el peligro y llegan las luces, él, entre las sombras de La Escondida, desaparece.
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