INICIACIÓN
Y en la caja de la guitarra llevan
un crótalo seco.
(Folclore tradicional)
Ellas son las yaras de la música
(dicen por el bajo Pujol)
- No, aquí no quiero cantar –decía el Negro mirando con recelo a su alrededor. La fosforescencia lunar envolvía a la barranca y apuñalaba al monte. Todo el río era un mágico espejo en cuya orilla seres y formas difusas reflejaban escenas fantásticas. Esquivos a los disolventes rayos de la luna llena, los peces yacían ocultos en la profundidad. Fracasados compañeros de pesca y hartos de chapotear en la playa, le insistíamos al Negro para que cantase.
Pero él se negaba. Al fin, medio entonado, accedió.
- Pero no se asusten –dijo el negro como alertándonos y comenzó a templar su guitarra, sin dejar de mirar hacia las sombras que venían de entre los árboles.
Y volvió a estremecerse como la primera vez…
- ¿Así que vos querés ser guitarrero? –dijo de entrada la mujer sin que él hubiera abierto la boca.
- Sí – respondió el muchachi, temeroso mas decidido. Realmente quería ser guitarrero, pero no tenía cómo pagarse para aprender y la única solución era ésa: ir al rancho del bajo, un rancho a donde llegó juntando mucho coraje y donde, sin embargo, en cada plenilunio habría de volver.
Una inquisidora mirada recorrió el porte atractivo y esbelto del aspirante a guitarrero y cantor.
- Está bien, venite el jueves por la noche con tu guitarra –concluyó la vieja, luego de haber leído en los ojos pardos toda su ansiedad de diecisiete años.
Así comenzó el Negro su iniciación de guitarrero con la curandera del barrio, allá por el bajo Pujol. Primero fueron los rezos a San La Muerte y a San Juan Bailón, rodeados de velas rojas: el uno le daría la energía de sus huesos y el otro la alegría de su espíritu. Siguió la purificación con el humo del tabaco y del floripón; la aspersión con ramas de ruda y agua bendita extraída del cardo rojo, el caraguatá; las vibrantes gárgaras con el fruto sonoro de las plantas de las víboras, el mbói rembiú, y el frotamiento con las hojas aromáticas del pachulí.
- Esto te librará de tus enemigos –decía la curandera, mientras le frotaba cuello y garganta con sus huesudas y arrugadas manos.
Continuó el novenario con el azote de ortigas sobre sus brazos; el cansancio de sus músculos pisando agua de tormenta recogida en el mortero y aquel miedo al silencio y a la oscuridad del monte cuando debió pulsar, justo a la medianoche, la cuarta cuerda de su guitarra atada al cedro, el alma palabra, el árbol sagrado de los guaraníes. Y así llegó el viernes de luna llena.
Sobre un montículo de piedra repitieron algunos ritos del novenario. Luego le dio a beber un preparado de caña y ruda, banana y mburucuyá.
Después, con una canasta, la mujer se perdió en el monte. Hubo una serie de silbidos y tintineos y enseguida volvió con la canasta tapada.
- Desnudate –le dijo.
Obedeció el muchacho. Y al tenue fulgor del plenilunio resplandeció la armonía del cuerpo adolescente con vetas de cobre, arcilla y miel. Brillaban sus ojos, pero él ya no veía casi nada. Brillaban sus ojos, pero él ya no veía nada. Estaba como en trance, alucinado.
No vio cuán súbitamente la mujer abandonaba su envejecida piel y surgía transformada en bellísima joven; ni cuando ésta volcaba el contenido de la canasta sobre el suelo; ni tampoco percibió la entonación de la cantinela guaraní, a cuyo conjuro las sueltas víboras cascabel comenzaron a acercársele muy lentamente.
Las sintió, sí, frías y viscosas, cuando empezaron a subirse por sus piernas, a enroscarse por sus muslos, por sus brazos, y deslizarse por su cuerpo. Alguna se alzó mirándolo sibilante a la altura de sus ojos sin que él pudiera emitir un solo grito, o mover un solo músculo, aunque sus desorbitadas pupilas revelaban su terror.
Cuando cesó el canto, ellas bajaron perdiéndose en la oscuridad del monte. Fue entonces que la rejuvenecida mujer comenzó a ungirlo definitivamente con sus manos.
Nunca supo el Negro cuánto tiempo más estuvo allí, pero sí que desde aquella noche hubo magia y encantamiento en su guitarra y en su voz…
- Bueno, cantá de una vez – le dijimos al Negro, sacándolo de su breve pero intensa ensoñación. Y nuestro amigo se puso a cantar.
Y era una voz y era un sonido que iban tomando formas y colores, tonalidades nunca escuchadas o emitidas, que parecían corporizarse en las imágenes que evocaba o en los sentimientos que transmitía: tonos bajos, altos o quedos semejaban murmullo de fronda, reclamo de pájaros, susurro de viento; por instantes, la voz adquirida placidez de agua, destello de rayo, desvelo de grillo. Con esa extraña ductilidad, música y canto nos envolvían, atrapaban, seducían. Y así duró casi una hora aquella magia, hasta que al fin voz y sonido fueron durmiéndose sobre las cuerdas de la guitarra y se apagaron. Tan sólo apareció continuar el eco, la vibración de las notas, su repiqueteo, pero, no era el eco, no, era un tintineo cercano, muy próximo, allí. Y fue entonces cuando, llenos de pavor, las vimos erguidas a nuestro lado.
-¡No se muevan! –gritó a media voz el Negro -. No les van a hacer nada. Sólo vinieron a escucharse y ya se va.
Efectivamente, concluido el canto, ellas se alejaron con el vibrante cascabeleo de sus crótalos.
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