29 marzo 2006

LOS CACHARROS DE MIEL
Desde el crisol de razas
Verdaderamente aquel era el país de la miel. Ya su historiador, Dobrizhoffer, decía que en el Chaco el mejor fruto de sus árboles era el jugo de los panales. No había tronco que no contuviera alguno. Hasta en las ramas y debajo de la tierra crecían los enjambres. Mas, la asociación con la cita de La Ilíada: “Jarras de miel se servían de ofrenda a los muertos, mientras en otras partes se usaron aquéllas para conservar los despojos de estos”, se dio recién cuando volví a ver al hombre con los cacharros de miel…
La cita comenzó a llegar a la memoria aquella tarde en Villa Ángela, recorriendo la feria artesanal, donde se mezclaba una multitud de rostros blancos y cobrizos, cabezas rubias y morenas; artísticas piezas talladas en madera, en plata y asta, reproduciendo figuras de animales, máscaras o imágenes sagradas y profanas, productos de una verdadera transculturación e hibridez religiosa: expresivos Cristos crucificados, bellos íconos de inspiración rusa, vírgenes de Itatí, hasta un San La Muerte en posición encogida esgrimiendo su guadaña… O bien, observando los objetos y motivos de una variada cestería, los primorosos tejidos de estilo rumano o la tentadora muestra de comida alemana. Y seguía mirando, hasta que, de pronto, me encontré frente a ellas y me detuve atónito. Eran cinco hileras de botellas de miel de abeja: oscuras, líquidas o espesas. Como siempre, ejercían sobre mí un raro magnetismo. Las necesitaba, sí, para aligerar mi continuo catarro. Pero éstas…
-Deme una –dijo alguien y el hombre le entregó una botella.
-Quiero dos –musitó una voz profunda. Y el mocobí volvió a estirar su broncinea mano hacia las botellas de líquida miel.
-No. Deme la negra y espesa –recalcó la voz, en modo casi imperativo. El tono hizo que volviera la cabeza y buscara a su emisor. Una mujer enjuta, morena, misteriosa.
-La correntina –dijo alguien.
-La payesera –musitó otro.
Al reconocerla, el vendedor no dudó en entregarla las dos botellas de miel espesa y oscura. Y ella se fue. También yo llevé las mías, densas y oscuras. Y esa misma noche comencé a probarla con tanta ansiedad y avidez, tan rica era, que quizá por ello tuve hasta pesadillas: tumbas, cementerios, féretros abiertos, máscaras llameantes, huesos que se movían y un San La Muerte que bajaba su guadaña…
La tarde siguiente fui a conocer una población abandonada. Mientras contemplaba el trazado original de Pueblo Díaz, me detuve a observar el campo santo, rodeado de negros y secos samuhúes cual imágenes de recogidos monjes penitentes. Y en ese lugar volví a ver al vendedor de las mieles. Era un mocobí hurgando en el tronco de los samuhúes y depositando en un cacharro el fruto de los panales.
Los rayos del atardecer irisaban la transparencia de esa miel. Al concluir con las colmenas que anidaban en los árboles, miró al suelo, se inclinó y siguió la cosecha. Y era ésta la miel más densa y oscura. ¡Mi sabrosa miel! Cuando las sombras ya entenebrecían los contornos, se irguió, levantó los brazos, se inclinó en un saludo ritual, asió sus cacharros, y se fue.
Me acerqué entonces al lugar donde el hombre cosechaba la sabrosa miel y quedé estremecido, espantado, escuchando el interminable zumbar de las abejas en los panales que asomaban entre los huesos de las abiertas tumbas.

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