EL REGALO
La amistad del universo
-¡Que ella te ilumine!- le había dicho su amigo, al colgarle del cuello la pequeña estrella de plata.
Esa tarde, pescando en la costa del río, Alberto pensaba que el regalo le había conmovido, porque él realmente amaba a las estrellas.
Muchas noches se entretenía mirando y conversando con sus amigas lejanas. Conocía el lugar de casi todas en el mapa estelar del cielo guaraní. Conocía la rareza de sus nombres: las Siete Cabrillas, las Tres Marías, la Cruz del Sur, los Gemelos, Sirio, Orión, Centauro y muchas otras. Conocía también la variedad de sus colores: unas eran rojas, otras azules o amarillas, muchas de un blancor brillante, o de un matiz verdoso, anaranjado, y carmesí. Las había estudiado en la mitología antigua y en las creencias de los mayas, aztecas y guaraníes. Contaba las estrellas fugaces que caían y les pedía algo, hasta les pidió que alguna vez vinieran a visitarlo.
Él conocía a todas las estrellas de su cielo correntino, o mejor dicho, a casi todas, porque hacía tres noches, precisamente cuando las invitó para su cumpleaños, una nueva estrella brillante había aparecido en el cielo. Una estrella pequeña, plateada, muy brillante, con un titilar que casi parecía una sonrisa.
Desde el instante en que la descubrió, Alberto se quedó deslumbrado. Era una estrella muy hermosa. No tenía la blancura fulgurante de Sirio, el rojo apasionado de Orión o el verde carmesí de Andrómeda. La estrella de su cielo tenía una subyugante coloración azul.
La lata de pescar sonó estrepitosamente y Alberto salió de sus recuerdos. Corrió hacia ella y se detuvo sorprendido. Toda la caña brillaba con una extraña fosforescencia que la envolvía por completo.
El muchacho quedó inmóvil, asombrado ante aquel fenómeno. Pero un nuevo sonar de la lata lo decidió a tomarla. No lo hubiera hecho: una sacudida eléctrica casi lo tumba. Parecía que toda la caña estuviera electrizada.
Quiso arrojarla, pero no pudo, aunque sentía el tironeo de la presa. Entonces comenzó a sacarla. Ahora la luminosidad parecía subir por sus manos, por sus brazos y envolverlo también a él. Sin embargo, ya no tenía miedo. Aquello que antes había sido un sacudimiento eléctrico ahora se había convertido en una cálida sensación de paz. Una placentera serenidad le embargaba cuando seguía recogiendo la liña. ¿Qué había pescado? ¿Un pez eléctrico? ¿Una raya gigante? Un zigzagueo luminoso llegó a la costa. De un tirón sacó la presa y la tiró sobre la arena. Corrió hacia ella y se quedó asombrado. Sobre la playa yacía el pescado, pero no era un pez.
Era un ser pequeño, brillante, extraordinariamente azul. ¡Una estrella! ¡Sí, una luminosa estrella que titilaba permanentemente!
¿Su estrella? Elevó sus ojos hacia el conocido rincón del espacio y ella no estaba. ¡Era la suya, pequeña, hermosa, azul!
Emocionado, se acercó y la tomó suavemente entre sus manos, la puso sobre el pecho y se alejó con ella.
A veces, cuando salimos con Alberto o lo miro sentado en un rincón del aula, veo a mi amigo envuelto por una rara luminosidad azul. ¿Será la estrella que le había regalado?
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