ITÁ CARÚ – LA PIEDRA QUE COME
A Nuestra Señora de las Piedras
Tomó la piedra y la miró por última vez. ¡Por fin iba a desprenderse de ella sin peligro para su vida! Envuelta en su metálica corteza, la piedra parecía acurrucarse en la palma de su mano como indefensa en su niquelada brillantez. Pero la decisión de Ramón era irrevocable: iba a arrojarla de su lado y ella no volvería jamás, aunque quisiera, porque iba a cumplir al pie de la letra la ceremonia para librarse de su poder. Llegó hasta la orilla, caminó sobre los peñascos y se acercó lo más que pudo a los remolinos. Espumosas espirales de agua brotaban de la violenta corriente que luego seguía Paraná abajo. Ramón se puso de espaldas al río, invocó a Nuestra Señora de las Piedras, hizo la señal de la cruz y arrojó sobre su hombro el amuleto.
Para Ramón, el instante de la piedra cayendo sobre el agua duró como un siglo. Recién cuando la escuchó estrellarse contra el río se movió y comenzó a volverse. ¿Volverse? ¡No! ¡No debía mirar hacia atrás! Y empezó a caminar hacia su casa. Iba pensando en la piedra, cómo la había conseguido, cómo la había bautizado…
- Si querés llevarla – le dijo la payersera de Areguá-. La Itá Carú tiene mucho poder, pero tenés que cumplirse, porque si no es muy peligrosa. Primero tenés que bautizarla, andá a la capilla, prendele tres velas, ponele sa, hundile en el agua bendita y decí la oración: “Imán, yo te bautizo en nombre de Dios Padre, de Dios Hijo. Yo te bautizo: Imán eres, imán serás y para mi fortaleza y suerte así te llamarás…”.
Él la había bautizado y desde entonces la suerte lo acompañaba. No había partida de truco que no ganara, ni riña de gallos donde no apostara y levantara al triunfador; juego de taba donde jamás clavaba culo sino suerte, o cuadrera donde su caballo no llegara primero. Se llenaba los bolsillos de plata, de pesos y monedas; de las metálicas monedas que ella iba lentamente devorando, ya que ése era el trato: debía alimentarla de un metal constantemente; si dejaba de hacerlo, comenzaría a devorarlo a él. Tres años hacía que Ramón la tenía metida en el bolsillo de su pantalón o en la bolsita de lana roja bajo su almohada. A veces parecía sentirla rozando su muslo o moviéndose bajo su cabeza; alguna vez la sacó para mirarla, tratando de descubrir la fuerza que la poseía o el poder que la habitaba, hasta aquel momento en que vio con terror cómo paría: comenzó a crecerle como un grano que al reventar largó un hijuelo, una piedrita que empezó a moverse.
Asustado, Ramón, se la regaló a su vecino, el Damián, a quien desde entonces se le terminó la miseria. Así sucedió varias veces, y fueron otros tantos regalos que hizo a sus amigos, con quienes, sin embargo nunca debía enfrentarse en el juego.
Cuando se cansó de su amuleto y pensaba desprenderse de él, sucedió lo del Damián. Éste le había dicho que ya no le gustaba la piedra y que la había tirado a la laguna. No lo hubiera hecho: primero una yarará picó mortalmente a su mujer que estaba lavando ropa en la orilla del río, y después fue el mayor quien se ahogó sin saber cómo, pues sabía nadar. Cuando sacaron al muchacho estaba todo comido, como por pirañas, dijeron, pero era raro, porque allí nunca las hubo. Damián comenzó a desmejorar y se fue enflaqueciendo, como secando. Cuando murió, su madre encontró la piedra bajo su almohada, húmeda y brillante, cual si no la hubieran tirado. Dicen que la pobre vieja la guarda y alimenta, de puro miedo, nomás.
Desde entonces, Ramón comenzó a mirar a la suya con temor y con rabia, sin saber cómo librarse de ella, y que luego no lo persiguiera.
Acudió nuevamente a la payesera y ésta le enseñó el rito secreto: debía rezar a Nuestra Señora de las Piedras, hacer la señal de la cruz y, de espaldas al río, arrojarla sin volverse a mirar… ¿Él no se había vuelto? Le sacudió un temblor. No, le habría parecido, nomás. Y siguió caminando, pero no seguro, sino vacilante.
No supo cuánto anduvo por ahí. Al llegar a la casa lo recibió un fuerte olor a pescado frito y el alegre saludo de su muchacho:
- ¡Papá, mirá lo que sacamos con el dorado!
En la palma de su hijo, húmeda y brillante, la piedra, como agazapada.
Para Ramón, el instante de la piedra cayendo sobre el agua duró como un siglo. Recién cuando la escuchó estrellarse contra el río se movió y comenzó a volverse. ¿Volverse? ¡No! ¡No debía mirar hacia atrás! Y empezó a caminar hacia su casa. Iba pensando en la piedra, cómo la había conseguido, cómo la había bautizado…
- Si querés llevarla – le dijo la payersera de Areguá-. La Itá Carú tiene mucho poder, pero tenés que cumplirse, porque si no es muy peligrosa. Primero tenés que bautizarla, andá a la capilla, prendele tres velas, ponele sa, hundile en el agua bendita y decí la oración: “Imán, yo te bautizo en nombre de Dios Padre, de Dios Hijo. Yo te bautizo: Imán eres, imán serás y para mi fortaleza y suerte así te llamarás…”.
Él la había bautizado y desde entonces la suerte lo acompañaba. No había partida de truco que no ganara, ni riña de gallos donde no apostara y levantara al triunfador; juego de taba donde jamás clavaba culo sino suerte, o cuadrera donde su caballo no llegara primero. Se llenaba los bolsillos de plata, de pesos y monedas; de las metálicas monedas que ella iba lentamente devorando, ya que ése era el trato: debía alimentarla de un metal constantemente; si dejaba de hacerlo, comenzaría a devorarlo a él. Tres años hacía que Ramón la tenía metida en el bolsillo de su pantalón o en la bolsita de lana roja bajo su almohada. A veces parecía sentirla rozando su muslo o moviéndose bajo su cabeza; alguna vez la sacó para mirarla, tratando de descubrir la fuerza que la poseía o el poder que la habitaba, hasta aquel momento en que vio con terror cómo paría: comenzó a crecerle como un grano que al reventar largó un hijuelo, una piedrita que empezó a moverse.
Asustado, Ramón, se la regaló a su vecino, el Damián, a quien desde entonces se le terminó la miseria. Así sucedió varias veces, y fueron otros tantos regalos que hizo a sus amigos, con quienes, sin embargo nunca debía enfrentarse en el juego.
Cuando se cansó de su amuleto y pensaba desprenderse de él, sucedió lo del Damián. Éste le había dicho que ya no le gustaba la piedra y que la había tirado a la laguna. No lo hubiera hecho: primero una yarará picó mortalmente a su mujer que estaba lavando ropa en la orilla del río, y después fue el mayor quien se ahogó sin saber cómo, pues sabía nadar. Cuando sacaron al muchacho estaba todo comido, como por pirañas, dijeron, pero era raro, porque allí nunca las hubo. Damián comenzó a desmejorar y se fue enflaqueciendo, como secando. Cuando murió, su madre encontró la piedra bajo su almohada, húmeda y brillante, cual si no la hubieran tirado. Dicen que la pobre vieja la guarda y alimenta, de puro miedo, nomás.
Desde entonces, Ramón comenzó a mirar a la suya con temor y con rabia, sin saber cómo librarse de ella, y que luego no lo persiguiera.
Acudió nuevamente a la payesera y ésta le enseñó el rito secreto: debía rezar a Nuestra Señora de las Piedras, hacer la señal de la cruz y, de espaldas al río, arrojarla sin volverse a mirar… ¿Él no se había vuelto? Le sacudió un temblor. No, le habría parecido, nomás. Y siguió caminando, pero no seguro, sino vacilante.
No supo cuánto anduvo por ahí. Al llegar a la casa lo recibió un fuerte olor a pescado frito y el alegre saludo de su muchacho:
- ¡Papá, mirá lo que sacamos con el dorado!
En la palma de su hijo, húmeda y brillante, la piedra, como agazapada.
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